mayo 27, 2008

Cada Segundo en un cajón


“De pronto se fue hacia algún lugar,donde nadie la fue a buscar”
A Tiza

La tuvimos que llevar al hospital, tenía el cuerpo erizado y la voz quebrada por el miedo a morir o por la enfermedad. Nadie lo sabía, todo era posible. Los ojos rojos contrastaban con su piel blanca agonizante, cualquiera hubiera creído que una Geisha bien maquillada habría hecho una obra de arte sobre su mirada. Pero pensar en las maravillas orientales no era apropiado en un momento lleno de titubeos y lágrimas.

El doctor hizo el chequeo rutinario. Un registro simple y la pregunta de siempre.

-¿Cuáles son los síntomas? –
- No podría decirle qué es lo que siento. La marea del mar sube hasta mi cabeza y el agua se instala dentro de mis huesos. Los poros de la piel se abren y los pelos desesperados se estrellan en la punta. No puedo contener el rápido movimiento de mis manos y a veces las piernas tampoco me obedecen.- respondió ella delirando.

En realidad Elisa era una mujer sana. Nunca le dolía nada, ni el agua ni el sol, ni los pequeños mosquitos que, en las noches de verano, hacían fiesta en su piel, blanca y delicada. Los estragos al día siguiente eran marcas rojas todavía borrachas que no paraba de rascar. A veces cuando se cortaba no sentía dolor. En estos casos apretaba la mano con los dedos en la herida, cerraba los ojos con fuerza y esperaba a que la sangre encontrara el camino de regreso a su cuerpo.

Por la mañana descubrió que los brazos perdían fuerzas y que sus dientes no paraban de masticar el aire. Sus manos insistían en frotar la delgada línea de carne que cubría sus músculos. Después de un rato, un cosquilleo se apoderó de sus piernas, las maltrató hasta quitarles la poca sensibilidad que les quedaba. La sensación de amputación acompañaba cada uno de sus gestos. Ella sentía un deseo inmenso de acurrucarse y abrazarlas hasta sentirlas vivas otra vez, pero todo era inútil, nada de esto la reconfortaba nuevamente.

Afuera del hospital caían miles de gotas acompañadas de truenos que hacían que la espera del diagnóstico amenazara con acabar con nuestros nervios.

Su padre había muerto en el invierno pasado de la misma forma como murieron muchos al intentar correr el hielo de las calles. El engaño del hielo siempre está en que esconde su estado líquido detrás de paredes de cristal para en cualquier momento dejarlo fluir. Lo vimos partir en una tarde como esta.

Esta vez no sería diferente. El cascaron de cristal se estaba derritiendo en su cuerpo flaqueando las ilusiones de mantenerla junto a nosotros. El médico pronunció la extraña enfermedad. No había nada que hacer. La pérdida de las sensaciones y del movimiento la mantendrían lejos del mundo.

Por última vez los dedos empezaron a tocar un concierto al ritmo de la lluvia, por cada gota que caía afuera aparecía un punto en su piel. Los pelos erizados y la boca perdiendo cada uno de los matices de su color por el tiriteo descontrolado de sus labios, el baile final de un cuerpo estremecido por el rigor del tiempo y de las nubes.

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