marzo 14, 2010

Kundera

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Cuando se murió, donamos la biblioteca de su casa. Unos pocos libros la verdad, los otros se habían ido con cada una de esas mujeres que tuvo. Todas reclamaban ese "libro que tiene un valor sentimental". Yo tenía el mío, por supuesto, pero desde hacía algún tiempo había decidido guardarme su valor para mí misma logrando desprenderme de las hojas y la portada que tanto me gustaban.

Recuerdo que fue un día de esos, en que no hay casi ningún motivo para levantarse, en el que decidí no compartir mis objetos amados para protegerlos y protegerme. Me dijo algo así como que era muy sencillo, que mientras fuera uno de esos autores reconocidos, un crítico, un escritor influyente en la vida política del mundo, debía leerlo, quererlo y respetarlo. Yo le respondí que no sin que él lograra entender que no estaba discutiendo el valor obvio del autor y su obra, sino más bien un concepto. Mientras fuera un recuerdo compartido me negaría a aceptar que era bueno o que estaba en la obligación de leerlo.

Esa noción de 'recuerdo compartido' lo dejó perplejo. Yo terminé de explicarle, ya con ganas de seguir durmiendo, que yo sabía que en cada una de las historias de Amores Ridículos estaba ella, que una de esas narraciones era un poco lo que habían vivido, que ese libro era un pacto secreto entre ellos. Abrumado se sentó en el borde de la cama. Yo sólo me estaba vengando.

Lo abracé y lo traje hasta mi lado otra vez. Le dije que no se preocupara, que por eso no lo leía, por eso no lo leería nunca. No quería involucrarme con sus recuerdos, por lo menos en los que no era bienvenida. Yo soy como Teresa, le dije. Y como sabes ella nunca dejó de querer a Tomás.


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