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Las ciudades se parecen a sus nombres. Encuentro esa línea en el libro de Ricardo Silva que le regalé a Diego y que no ha leído todavía. Llegué de Buenos Aires pensando en el aire frío y rápido de una ciudad grande y majestuosa. Mirar para arriba, como en París. Sentir que la vida de muchos de mis amigos está entre las argentinas flacas y desarregladas y el desarraigo, el autoexilio.
En Argetina, en Buenos Aires, hablamos de Medellín. De la estrecha vida, de los prejuicios y de la imposición de la individualidad. En Buenos Aires me encontré con los amigos de siempre y con otros que empiezan a estar presentes. La ciudad no me sorprendió, lo siento. Es una ciudad para mirar hacia arriba, para caminarla, repasarla y vivirla. No se puede disfrutar a Buenos Aires como un turista, de hecho, no se conoce a una ciudad como un turista. Me sorprendió la gente. Ese malestar político que los desborda, la amabilidad de todos, los desconocidos y los conocidos como Pablo que me llevó muchos libros y que me contó historias mientras caminábamos por calles interminables.
Los taxistas hablan de fútbol y no superan el 5-0 con Colombia. No somos los únicos, para que dejemos de creer que somos unos idiotas por no superar aún ese marcador. Se los debemos, eso dicen. "La gente no tiene nada que ver" dice Barquitos, Peña, a quien vuelvo a ver después de muchos años. Tiene razón, Estados Unidos, Colombia, Francia, Inglaterra y Argentina son una mierda, pero la gente no tienen nada que ver. La gente es otra cosa.
Pocos días para Argentina, suficientes para llenarme otra vez. Estoy en la entrada al cementerio de Recoleta y tengo ansiedad por ver a Higuera. Llega de gafas oscuras, flaco y sin barba. Nada que ver con su foto in to the wild que todas amaron y que a mí me preocupó. Estaba lindo como siempre, nos abrazamos. Caminar y perdernos, tomar y comer. Hablar del futuro, de lo que queremos. Llegar a su casa, a su cuarto. Saber que está bien, que está feliz. Dejarlo, saber que pasarán los días antes de que pueda volver a abrazarlo. Chau Higuera. Buenos Aires se queda con él pero los dos sabemos que nuestra amistad no se basa en vernos, ni siquiera en hablarnos, los dos sabemos que en lo íntimo y en lo esencial nos encontramos, aunque no lo digamos porque hay cosas que es mejor dejarlas adentro de nosotros, reservarlas, protegerlas. Chau Higuera.
El autoexilio. Las librerías. Cortázar. Conocer los lugares que menciona Fito, Calamaro y Borges y Cortázar. Llenarme. Saber que es posible una vida comunitaria que gira en torno a cocinar, a hablar,a tirarse en una terraza en invierno con los amigos. Ver pasar los gatos, los perros. Buenos Aires es tan Europa pero es también tan Latinoamérica.
Vos sabés que cuando me muerdo el labio así es porque estoy triste. Casi siempre llorás a continuación. Lloro y no entiendo por qué. En Buenos Aires cumplí un sueño: fui a la casa de Orsai. No está lista, no tiene nada que uno pueda decir, vayan no se lo pierdan. Y sin embargo, vayan no se lo pierdan. Nadie sabe, nadie entiende mis obsesiones. Orsai es una obsesión. Claro por Orsai volví a hablar con C, por Orsai volví a escribir, por Orsai decidí qué voy a hacer más adelante, por Orsai conocí a Pablo. Al final lo que importa es la gente. Fui a una casa semi destruida que poco a poco se arma y que se prepara para recibir a los autores, a los ilustradores, a los distribuidores, a los suscriptores y a los lectores que como yo llegan a su casa perdida, a su casa soñada.
La casa que quiero empezar a construir yo, para recibirlos, para cocinarles, para tirarnos a hablar de política, de literatura, del amor, esos temas que tenemos que complejizar para poder entenderlos, para que al escucharnos se vuelvan tangibles y comprensibles.
Es hora de regresar. Y empezar a habitar mi casa.